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miércoles, 2 de noviembre de 2011

Mesa 3 - Crítica de la evaluación





II FORO: LO QUE LA EVALUACIÓN SILENCIA
 "Las Servidumbres Voluntarias"


MESA 3. Crítica de la evaluación. Coordina Javier Garmendia

Ciencia, científicos, siervos
Javier Peteiro
Aplanar al sujeto para mejor evaluarlo
Gerardo Gutiérrez
Devaluación y rivalidad
Ignacio Castro
Una pedagogía del error
Mario Izcovich



Javier Peteiro Cartelle. Doctor en Medicina.Jefe de la Sección de Bioquímica y Laboratorio de Alergia del Complejo Hospitalario Universitario de A Coruña.
CIENCIA, CIENTÍFICOS, SIERVOS
La libertad es algo esencial al ser humano y supone que necesidades básicas como la alimentación y la vivienda estén cubiertas. El trabajo humano ha sido una condición necesaria para vivir libremente en un mundo habitable. Una novela alemana decimonónica lleva un título significativo, “El trabajo libera”. Tomado como slogan por la república de Weimar, se pervirtió cínicamente en manos de los nazis que lo colocaron a las puertas de los campos de concentración. Si bien es cierto que el trabajo facilita el acceso a una vida digna, también ocurre que no siempre es así. Hay trabajos y trabajos; no toda actividad laboral es buena, puede esclavizar a quien la hace, pero también puede servir para esclavizar a otros. La maquinaria burocrática nazi, letal, requirió del trabajo organizado de mucha gente. En la actualidad, el trabajo eficiente de muchos gestores enriquece a unos y lleva a la ruina a otros.

Quizá no sea propiamente el trabajo sino el conocimiento lo que realmente libera al hombre. En un edificio de la Universidad de Freiburg está grabada la conocida expresión del Evangelio de S. Juan, “la verdad os hará libres”. Pero permanece sin respuesta el gran interrogante de Pilato a Jesús. Sabemos que según las diferentes aproximaciones, las consecuencias son muy diversas, porque desde la supuesta posesión de la verdad hay quien cree que todo está permitido hacia los que yerran: quema de herejes, guerras santas, conversiones de infieles, reclusión del diferente… Verdades reveladas, imaginadas, descubiertas. Verdades religiosas, míticas, filosóficas, artísticas y últimamente científicas.

Podríamos decir que ya a principios del siglo XX había cuatro elementos en relación: ciencia, técnica, industria y mercado. Una relación débil en cuyo contexto el avance científico tenía muy escasa influencia en un desarrollo tecnológico basado en el empirismo artesanal y en el que los avances científicos prácticamente no tenían repercusiones mercantiles. Pero la Ciencia siguió avanzando y descubriendo a la vez la potencialidad de sus hallazgos, particularmente en el ámbito de la Física nuclear. Se descubrió que el átomo no era la unidad material indivisible imaginada por Demócrito, sino que estaba constituido por partículas subatómicas. Los electrones se movían en torno a un núcleo constituido a su vez por protones y neutrones. Se vio también que los átomos de los diferentes elementos químicos variaban en su número de protones y que algunos elementos también tenían núcleos con distinto número de neutrones (isótopos). La producción de energía para uso pacífico o bélico (explosivos) dependía de reacciones químicas, es decir, de interacciones electrónicas. Los avances en mecánica cuántica y mecánica relativista hicieron ver la posibilidad de liberar energía también de los núcleos atómicos, mediante dos alternativas: rompiendo o fundiendo núcleos de alto o bajo número atómico, respectivamente. Las ecuaciones mostraban que tanto la fisión como la fusión podían liberar cantidades ingentes de energía en comparación a la obtenida en procesos químicos. 

Con la invasión de Polonia se iniciaba la segunda guerra mundial. En ese gran conflicto no sólo participaron los ejércitos y una carrera armamentística, no sólo jugaron un papel decisivo los generales; se implicó directa o indirectamente a toda la población. Muchos civiles sufrieron bombardeos, desplazamientos, asesinatos; muchos fueron destinados a trabajar en una economía de guerra. Pero esta vez, a diferencia de lo ocurrido en conflictos previos con alguna excepción, la mirada estratégica también se fijó en los científicos. El logro de un arma atómica fue un objetivo en ambos bandos, si bien fue acometido realmente en serio sólo por parte de los aliados y con el éxito tristemente conocido mediante un ambicioso plan multidisciplinario, el proyecto Manhattan. Pero también surgía de la cooperación entre científicos e ingenieros el ordenador ENIAC y también se trabajaba intensamente en criptografía en Bletchley Park y en el desarrollo de los primeros misiles en Peenemünde.

Llegó la paz pero la guerra había mostrado algo nuevo: la potencialidad de una ciencia aplicada para transformar el mundo, no sólo de modo destructivo, también con finalidad pacífica. Fue muy importante al respecto el informe Vannevar Bush que, producido a requerimiento del presidente Roosevelt y con el título “Science, the endless frontier”, mostraba la importancia de la Ciencia para mejorar las condiciones de vida en la paz. La Ciencia necesitaba a la técnica, a la ingeniería, para avanzar, a la vez que el desarrollo tecnológico iba ligado al avance científico. Había surgido de forma práctica lo que vino en llamarse la tecnociencia. De la aplicación del conocimiento científico surgieron los satélites artificiales, la microelectrónica, Internet, las técnicas de imagen diagnóstica y la industria química. El avance científico, a su vez, se hizo dependiente de un instrumental tecnológico tan sofisticado como el que muestran los enormes observatorios astronómicos o el gran colisionador de hadrones del CERN; pero incluso los aparatos y el material fungible más elemental usados en cualquier laboratorio son producidos en general a escala industrial: microscopios, reactivos químicos, balanzas de precisión, etc. Y ahora con la nanotecnología la relación entre Ciencia y Técnica se hace absolutamente íntima.

Si la tecnociencia de guerra lo fue de prototipos, la tecnociencia de paz es industrial, dirigida a abastecer un mercado de productos, similares en prestaciones, en vida media, en calidad. Shewart y Pearson, entre otros, analizaron la estadística subyacente a errores de producción, desarrollando las técnicas de control de calidad. Fue la industria japonesa la que optó de forma decidida por ese tipo de control estadístico y la adopción de decisiones correctoras ante las señales generadas por el control de calidad. Se reconoció la importancia del factor humano y surgió una extrapolación clara que fue rápidamente asumida: la calidad de un proceso implica a todos los componentes que intervienen en el mismo, incluyendo los trabajadores. Se había inventado el concepto de “calidad total”. Ya no se trata de una mera herramienta estadística, sino de lo que muchos llaman “cultura de calidad total”, por la que se suele entender “…El conjunto de valores y hábitos que posee una persona, que complementados con el uso de prácticas y herramientas de calidad en el actuar diario, le permiten colaborar con su organización para afrontar los retos que se le presenten, en el cumplimiento de la misión de la organización…”. Es decir, no estamos ante una toma de decisiones basada en un control estadístico de procesos, sino que somos parte del proceso mismo. En esa definición y en otras similares hay serias connotaciones tanto morales como potencialmente jurídicas. El término “calidad” ha perdido el significado intuitivo mantenido por nuestra Real Academia, para pasar a ser esencialmente una adecuación evaluable a una norma. Todo lo que interviene en un proceso debe registrarse y someterse a evaluación. Eso tiene bondades obvias. Un criterio como el seis sigma en la construcción de aviones nos da seguridad de que no se van a caer. Un registro adecuado de todas las incidencias permite establecer causas de errores sistemáticos y adoptar medidas preventivas. Pero esa bondad ha facilitado la exageración perversa por la que el criterio de calidad total excede el ámbito de la producción industrial y pretende aplicarse a actuaciones relacionales como la actividad clínica o la enseñanza e incluso a las personas mismas. En un proceso de burocratización creciente y absurda basada en registros y más registros, la norma no se cuestiona; simplemente está; aunque sea absurda, debe respetarse en todos los ámbitos en los que rige la cultura de calidad. Y para ello están las agencias formadoras en calidad, las formadoras de formadores, la “política de calidad” de una empresa, las agencias de certificación y de acreditación, las agencias que acreditan a otros organismos certificadores, etc., etc. Trabajar en calidad, como se dice a veces con manifiesto orgullo, equivale en muchos casos a una sumisión voluntaria a burócratas evaluadores que no tienen en general nada que ver con aquello que se evalúa. Retornamos a un servilismo a la regulación, de tal modo que un procedimiento normalizado de trabajo (PNT) tiene como función esencial transformar al trabajador en lector de un protocolo que le dice lo que ha de hacer. Se suele decir que un PNT persigue que alguien sin la menor experiencia en un trabajo determinado pueda desarrollarlo satisfactoriamente siguiendo los pasos escritos en tal documento. Siendo así, ningún saber es necesario y todos somos sustituibles, primero por otros, después por máquinas u ordenadores.

          De ese modo, el concepto de calidad total se hace a su vez totalizador, totalitario en la práctica, e industrializa la salud, la educación, e incluso los parques naturales. Las consecuencias de la calidad en Medicina y en Educación se empiezan a sentir. El Plan Bolonia logrará una mediocridad óptima mediante el operativo evaluador puesto en marcha y al que nuestro país contribuye tan alegremente; a fin de cuentas, es algo europeo y, por lo tanto, bueno.

Pero no sólo se certifican las actuaciones. También las personas mismas, hablándose de “certificación de Personas de acuerdo con la norma UNE-EN ISO/IEC 17024, que al igual que otros esquemas de certificación consiste en el reconocimiento formal por una tercera parte independiente, del cumplimiento de un conjunto de requisitos por parte, en este caso, de personas”.

El panorama que surge es inquietante. Concebido por la Tecnociencia como un sistema biológico manipulable, el sujeto es tomado por la industria como recurso individual evaluable según criterios de calidad total, y por el mercado como consumidor y mercancía. Y la Ciencia emerge como el único saber. La perspectiva que se nos ofrece desasosiega especialmente porque es acogida como algo bondadoso, con sonrisas, esperando que tendremos un mundo de mayor calidad también, más seguro, en el que seremos más sanos y felices. Felices a veces con lo mínimo. Bien puede decirse que en cierto modo hemos pasado de movimientos de masas a soledades compartidas. Ha de tenerse en cuenta que el desarrollo informático tiene mucha relación con la industria del ocio solitario, especialmente en la forma de videojuegos.

Podría pensarse que la actividad científica requiere el sentido común y la capacidad crítica, pero no es así en general. Ser científico supone en una mayoría de casos ser también un siervo voluntario y propiciar la servidumbre de otros. Sigue existiendo la epistemología, pero va pareciendo un esfuerzo inútil porque la Ciencia ya no es lo que era, ahora es tecnociencia; y los científicos tampoco son lo que eran. El problema no está tanto en estudiar la posibilidad de la Ciencia, cuanto en juzgar su función. Un científico actual no es propiamente un buscador sino un investigador profesional asalariado, un productor de artículos científicos o patentes. Sirve a otros científicos superiores jerárquicamente en una carrera académica ordinaria, pero también a poderosos (el gran von Neumann, admirado en elitistas círculos científicos por su extraordinaria inteligencia, adulaba a los políticos) y sirve sobre todo al cientificismo, es decir, a la Ciencia hecha religión, concebida como el único conocimiento y la única creencia o, como dicen prestigiosos divulgadores, la única noticia. Para el cientificismo en su versión más radical ocurre en la práctica con la Ciencia lo que en otros tiempos se decía del Duce o del Führer: siempre tiene razón. En cierto modo, el lema hitleriano (“Ein Volk, ein Reich, ein Führer”) se ha traducido a lo que estamos teniendo: un pueblo de siervos, un imperio mercantil global y un amo incorpóreo. La Ciencia, siendo el único saber, se muestra a la vez como promesa salvífica. Ella nos ha dado la penicilina, la telefonía, la secuenciación del genoma, la previsión meteorológica. ¿Cómo no nos va a resolver todos los problemas? Asistimos a un desprecio de todo lo humanístico con consecuencias tan claras como la mercantilización del saber y la propia transformación de la universidad en una fábrica de becarios destinados a nutrir un mercado flexible gracias a los protocolos y algoritmos y a la firme consolidación del inglés como lengua franca, la lengua tecnocientífica, algo que ya conviene aprender desde que se nace, jugando como se suele decir.

La simbiosis entre una tecnociencia inhumana y una industrialización global está teniendo ya consecuencias terribles. No sólo compramos productos industriales; nosotros mismos corremos el riesgo de ser industrializados. Somos consumidores y se pretende que también seamos consumibles, mercancía, en un contexto de neoliberalismo brutal. En un entorno percibido como seguro y desarrollista, la llegada y persistencia de una crisis económica que ha quebrado sueños y existencias plantea el estupor ante el fracaso de los expertos. De consecuencias aun imprevisibles, esta crisis rompe la confianza del rebaño y permite que aflore la única posibilidad digna y también imprevisible en sus efectos: el acto rebelde.

En todo caso, las nostalgias no sirven de nada. Es posible y necesario un retorno al silencio en el que afloren los grandes interrogantes de cada uno, que son a la vez los de todos, incluyendo los de quienes nos han precedido en el río de la vida. Es imprescindible el encuentro humano que permita que afloren las fuerzas de la vida frente a tanta enajenación, frente a tanta pulsión de muerte. Necesitamos retornar al ideal de una Academia, obviamente no física, pero sí materializada en encuentros multidisciplinarios de diálogo y búsqueda común, reconociendo que somos imperfectos en un mundo azaroso, pero libres a pesar de todos los determinantes y, por ello, capaces de mirar serenamente un mundo que, a pesar de todo, es hermoso.


Gerardo Gutiérrez. Profesor titular de Técnicas de Psicoterapia y Director del Máster en Psicoterapia Psicoanalitica en la Universidad Complutense de Madrid.
Aplanar al sujeto para mejor evaluarlo.

El sujeto de la Psicología es un sujeto con pocos matices, con pocas dimensiones, sin mucha perspectiva interna. Un sujeto plano.
Debe aprender a sacar partido de su inteligencia emocional y saber gestionar sus emociones negativas. Debe tener alta autoestima. Debe desarrollar estrategias de afrontamiento y rentabilizar sus habilidades sociales. Su autoconcepto debe ser realista y estar adaptado.

Este lenguaje es tan rimbombante como vacuo. Parece decir mucho y no dice nada.

La evaluación del sujeto se ajusta a lo que debería de tener y lo que debería de hacer. Y para que la evaluación sea objetiva debe ajustarse a un modelo o perfil de referencia perfectamente establecido. En base a lugares comunes, evitando cualquier interrogante que los cuestione. Ni el evaluado, ni el evaluador deben hacerse muchas preguntas.

Cuestionarios, autoinformes, tests de todo tipo buscan este mismo objetivo.

Ahora bien, es un sujeto que debe ser y sentirse libre, a la Psicología no le suenan bien ni la alienación en el otro, ni la debilidad que acarrea el deseo, ni la dependencia, ni la compulsión a repetir, ni la pregunta por el deseo del Otro. Este sujeto debe ser autónomo y, llegado el caso, autosuficiente.

Tampoco la exigencia es de mayor complejidad, en cuanto a los futuros profesionales de la Psicología. Se les pide que hayan registrado la abundante información que han recibido, que tengan un adecuado manejo de las técnicas y que posean un abanico de habilidades para el ejercicio de la evaluación psicológica y el tratamiento consiguiente. No mucho más.

Ni el evaluador ni el evaluado deben incluir su subjetividad en el proceso. Esto es muy importante. El primero porque así lo determina el carácter científico de la evaluación, y el segundo porque su subjetividad está bajo sospecha o, simplemente, está excluida si se trata de una subjetividad no consciente.

En ambos casos se trata de ignorar o eludir la siguiente paradoja que se evidencia en el psicoanálisis freudiano: lo que llamamos nuestra conciencia (en la que se pretendería asentar la objetividad) se fundamenta sobre un cimiento inconsciente que desconoce.  Y precisamente esto es así porque, en determinado momento, fue necesario y obligado el desconocerlo (represión primaria freudiana). Y esta conciencia, potencialmente “objetiva”, cuanto más desconoce su fundamento, incluso haciendo gala de ello y convirtiéndolo en una consigna explícita, más inconsistente y plana resulta.

Una especie de  “donde Ello era, yo lo vengo a negar”

Este es el objetivo de la psicología y su evaluación del sujeto.

Esta perspectiva se aplica a su vez al procedimiento de evaluación al que los alumnos de Psicología (y otros muchos, por supuesto) son sometidos, en general, por sus profesores: las casi universales pruebas objetivas. No se trata de saber cómo y qué piensa el alumno a raíz de las explicaciones del profesor, de sus lecturas, de sus reflexiones, sino de si acierta con la respuesta que estima correcta el profesor. No se trata de que piense, sólo de que reconozca, de que identifique la respuesta adecuada entre varias.

El examen, la evaluación, es igual para todos, no ha lugar a la diferencia, no ha lugar a la subjetividad, en el pensar, en el estudiar, en el responder. Como no la hay en la evaluación psicológica, en general.

Y esto nos remite a dos tópicos que el pensamiento del grosero liberalismo actual hace surgir por doquier: la obsesión por la igualdad y la obsesión por la libertad de elección

Cuando las opciones son “iguales” (vacías de contenido, sin opción a la auténtica diferencia), la libertad de elección es ficticia. Sea la libre elección de médicos, la libre elección de profesor, la libre elección de tipo de educación o la libre elección respecto a la prioridad del apellido paterno o materno….

No hablamos, por supuesto, de que el sujeto se arriesgue a ese “guión imprevisible que es la libertad”, como dice Germán Cano. De eso ni hablamos. Sino de que, cuando el sujeto podría ejercitar una discretísima elección, como en los ejemplos citados, se le plantea mediante dilemas vacuos, absurdos, falsos.

Los que gobiernan, los que administran, se deben sentir aliviados en su responsabilidad de garantizar la probidad de todos los profesionales, la razón del apellido de uno u otro, ya que el “cliente” puede elegir al que quiera…

El sujeto es responsable de su elección y de las consecuencias de la misma.
Al sujeto no se le hace saber que por encima de esa discutible libertad de elección está  el derecho a esperar unos servicios públicos adecuados (educación, profesores, médicos, etc.). Al sujeto no se le plantea cuál es el sentido de portar un apellido u otro, de cuál puede ser el papel del padre y el papel de la madre que los apellidos tal vez tratan de representar, no.
Sólo se le dice (y el que lo decide y legisla tampoco se lo plantea) que padre y madre son iguales, y que lo mismo ocurre con sus apellidos, que disfrute por tanto de la sagrada libertad de elección.

Es la banalidad de la igualdad. Que tapa la real y verdadera desigualdad y el desprecio por lo real y verdaderamente diferente.

Se confunde semejanza e igualdad.  En un breve cuento de Miguel de Unamuno que acabo de leer se dice: “Celestino (…) percibió confusamente el principio de lo que les diferenciaba en el fondo de su semejanza, y de esta observación inconsciente, soterrada en las honduras tenebrosas de su alma virgen, brotó en el un amor….” (Cuentos completos: El semejante)

El psicólogo evaluador (o terapeuta) sólo puede hacerlo desde su condición de semejante respecto al paciente, desde su condición de sujeto ($). Y aceptando la singularidad del evaluado, su irreductible diferencia, resistente a cualquier baremación, lo que hace imprescindible una escucha también singular, que, sin excluir semejanzas, incluya la radical diferencia.

Josep Ramoneda insiste en la idea del “totalitarismo de la indiferencia”. Destaco dos vertientes de la idea: lo que tiene que ver con la no diferenciación, el “ todos iguales”, el mencionado mito de la (falsa) igualdad. Y la indiferencia como actitud hacia el otro, en la medida en que no me interesa sino en tanto que comprensible, que previsible, que carente de espesor, que plano. En tanto que su evaluación deje fuera su condición de sujeto.

Y esto relaciona, ominosamente, a esta forma de entender la evaluación con algo de la pulsión de muerte freudiana. En tanto pulsión que rechaza las representaciones del otro y del propio yo, o, al menos, las representaciones que podrían aludir a esa condición de sujeto.



Ignacio Castro Rey. Filósofo y Crítico de Arte.
Devaluación y rivalidad

Las mil agencias de evaluación encarnan un cenit en la obsesión occidental por lo regular, una voluntad de homogeneización que –incluso en su dinamismo acéfalo- Nietzsche consiguió diagnosticar con detalle en la segunda mitad del siglo XIX. Aun cuando en el fondo sepamos que no hay una vara de medir que pueda traspasar fronteras -personales, nacionales y culturales-, la ideología de la seguridad funciona como pigmento diario. Precisamente por esto la evaluación no tiene “agencia”, pues es el propio metalenguaje de “La Sociedad” quien la impulsa.
La devaluación de las profesiones, desde la carpintería a la psicología, es un resultado de la rendición al patrón estándar, a una homogeneidad técnica con la que el Estado-mercado presiona a cada uno de sus miembros. Al aceptar la evaluación y la nota que conlleva, cedemos la responsabilidad al estatismo continuo que dice protegernos. A cambio, la evaluación pública nos brinda el inmenso beneficio de ser reconocidos, de obtener una cifra de circulación en el inmenso panóptico de la indiferencia, eventualmente personalizada aquí o allí.
El caso de la medicina es especialmente escandaloso, pues apenas encontramos profesionales que sepan hacerse cargo de la dolencia singular del paciente, que se paren a escucharle, a analizarle in situ. Lo normal es que el especialista de turno se pase más tiempo de la consulta en su ordenador que atendiendo al peculiar síntoma que se le presenta. ¿Se limita a intercambiar imágenes estadísticas, alimentando un circuito abstracto de irresponsabilidad personal?
En la restauración, por mencionar otro sector clave, el efecto de la uniformidad lleva a simulacros de calidad tragicómicos. Dejando de lado casos directamente criminales, es difícil encontrar hoy en nuestras villas un pan que no tenga la textura, al cabo de pocas horas, del chicle viejo sin azúcar. El caso de la bacteria mortal descubierta recientemente en Alemania pone sobre el tapete una cuestión difícilmente abordable: las capas de manipulación de los alimentos -una y otra vez “evaluados”- son tales, que resulta intrincado seguir la pista médica o policial hasta la fuente del veneno. Fijémonos en que –y no sólo según la impresionante “Inside job”- el problema es paralelo al de la corrupción económica o política, donde la cadena circular de delitos es tan piramidal que es casi imposible cortar por un punto.
Así, los implicados acaban prácticamente indultado por la complejidad impersonal del sistema. Cuando la corrupción es estructural, resulta prácticamente ilocalizable. Se podría decir que, tanto en la alimentación como en la política, es la propia ley la que es transgénica, con lo que apenas tenemos instrumentos internos y legales para juzgarla.
En todos los campos el artificio estándar cambia rápidamente de forma para hacerse invisible. Mientras tanto, nos salva del caso único que es siempre la naturaleza, sea terrena o humana. Se dijo hace tiempo que un hombre sin uniforme causa inquietud. Cierto, también en el sujeto las variaciones pasan a la reserva, bajo el perfil que impone una poderosa tipología, lo que podríamos llamar “esencialismo del currículo”.
¿Cuántas de nuestras opciones, incluso cuando escogemos artículos “de culto”, no son más que una forma minoritaria de homologarnos y ceder a la seguridad de lo que circula, protegiéndonos con otra cobertura? Como todo el mundo se atiene a la normativa, compleja y rápidamente mutante, nunca sabes muy bien con quién estás… Hasta que ocurre algo, pero entonces ya es un poco tarde. El esencialismo triunfante es el del reconocimiento, duplicando lo existente en un simulacro simple y portátil. Es en este orden cuantificador donde la evaluación encuentra un empuje difícilmente contestable. El tiempo se llena de logos porque a nuestra estirpe secundaria (Steiner) le asusta el espacio físico, el “uno a uno” de su devenir real.
Esta continua precariedad, la de una ideología del reconocimiento que cambia tan continuamente de modelo que nos obliga siempre a ir detrás de la normativa, fuerza lo que se ha llamado una “flexibilidad cadavérica”. ¿La evaluación-basura nos sostiene en una vida-basura? A cambio, que no es poco, tenemos un lugar bajo el sol de la transparencia y compartimos la religión de la época, la visibilidad.
La circulación, su precariedad inducida, nos protegen. Preferimos languidecer socialmente a vivir en los márgenes, afrontando los signos que surgen por fuera. El temor a las sombras, fuera del líquido amniótico de lo social, es la madre de todas las adicciones. Es evidente que hay que luchar para no ser ahogado bajo la masiva indiferencia del espectáculo. Pero la visibilidad convencional es parte de ella, pues desactiva la existencia, el peso de ser libre. Toda singularidad –persona, libro, movimiento social- que quiera hacerse presente en su diferencia ha de mantener una buena relación con la clandestinidad y sus mutaciones, al borde del imperativo global de transparencia.
Por arriba, la competencia veloz seguirá ocultando la degradación de las vidas. La cobertura de la evaluación funciona en bucle. La obsolescencia programada, sean noticias o tecnologías de moda, impide una distancia crítica con el integrismo de la oferta, tan plural como imperial. La evaluación continua se erige así en instrumento de la precariedad a la que se nos somete, al dictado de un público cautivo de poderes privados. Todos rivalizamos para no ser el último, para no quedar atrás. Igual que en los concursos televisivos más estúpidos, se trata de luchar por no ser nominado.
La competencia frenética confirma que estamos en un escenario de encierro, con todos los participantes estresados por luchar por un angosto escenario y una interactividad destinada a tapar la interpasividad previa. Nuestra servidumbre personalizada al integrismo de ese campo le concede un cierto aire plural. Al enfrentarnos unos a otros, la competencia oculta la unidad de la empresa.
La rivalidad interminable de este campo de batalla ampliado –ha dejado atrás la lucha de clase en nombre de un cuerpo a cuerpo narcisista donde todo vale, sexualidad incluida- confirma además que la normativa busca descender al individualismo con la máxima precisión posible. Personalización de masa: narcisismo expandido.
Entre otros, el caso Strauss-Kahn resucita una pregunta: ¿quién evalúa al evaluador? Como la estadística, la evaluación es también una pantalla para no ser evaluado, para hacer invisible el poder inercial, pretendidamente estadístico y neutro, que ejerce violencia sobre nosotros. Su fuerza es tan inteligente que ha logrado confundir nuestra timidez, nuestro estupor, con “sexo consentido”.
Hace falta una estrategia tan flexible e irónica como esta ofensiva del control para que el futuro no quede en manos de la barbarie de los especialistas. Tenemos dos manos, usémoslas: necesitamos la seducción y la denuncia. La participación y el retiro han de ser combinados. No hay nada nuevo que temer, en relación a los poderes de antaño, si resucitamos una buena relación con el afuera de la condición mortal, ese enemigo público número uno -no declarado- que es la existencia cualquiera, común y anónima.
Entre la nostalgia reactiva del conservadurismo y la flexibilidad cadavérica del progresismo, existe un amplio territorio por explorar. La evaluación universal exige afrontar un doble envite. De un lado, atrevernos a infiltrarnos en esa infinita superficie del control. De otro, ser capaces de introducir en ella modificaciones que la revienten, que desestabilicen y bloqueen el relevo incesante de la homogeneidad.
Para no ceder ante la evaluación, a veces necesitaremos simplemente ignorarla, sin miedo. Otras, jugar a dejarnos seducir por sus pueriles rituales. Con una táctica u otra, lo importante es que ante la idiotez global no cedamos en mantener un vínculo infinito con la finitud, una relación indivisible con la división que constituye la existencia. Lo importante es mantener la existencia ejercitada en un reto interno mayor, y más peligroso, que el poder general que la amenaza por fuera.
Ni siquiera un movimiento milagroso como el 15-M debe hacernos olvidar que al imperio de la normalización sólo se le gana reinventando una buena relación con lo para siempre oculto. Heredero de la sabiduría de Whitman y Thoreau, Gary Snyder habló de un “compromiso moral con lo no humano”.
Es el mundo mismo el que se resiste a la mundialización. La tarea ética y política es escuchar el sentido real, los sonidos del mundo, antes de que se conviertan en signo tipificado, en cliché que circula. Al menos, así lo expresó un viejo y jovial John Cage.
Esto significa, bajo el canon ilustrado que hasta ayer dirigió nuestros pasos, que es urgente volver a atender al sentido de la contingencia, a un ser común tan profundo que no puede aparecer más que bajo la faz del azar, de lo necesariamente contingente. Para ese territorio del uno a uno no habrá más “institución” que la de resucitar en nuestras mentes tardías una sabiduría frente a lo que hasta ayer llamábamos error.
Habituarnos al exterior sin narración. Una pedagogía del error que convierta el accidente en monumento duradero. Ésta es la idea.


Mario Izcovich. Psicoanalista. Psicólogo.
Hacia una pedagogía del error


1.   Introducción:
El campo de la educación y de sus instituciones es un lugar  privilegiado para analizar la lógica del tema que nos convoca este Foro. Se trata del lugar en que se forma a los sujetos, muchas veces se los reforma,  para que ciertamente se sometan a las demandas del Otro, de manera que es un lugar preciso en el cual muchos sujetos encuentran su forma particular de “servidumbre”. Esto no es nuevo, lo sabemos de hace mucho tiempo y son múltiples las críticas al sistema que ha habido desde principios del siglo pasado. Hay una notable bibliografía de diferentes corrientes pedagógicas que dan cuenta de esto.
Sin embargo, nos preguntamos ¿por qué el sistema educativo es impermeable a estas críticas y propuestas que acaban en la mayoría de los casos siendo marginales?
En el sistema educativo hay un hueso que no se toca. Podemos decir que lo central persiste. Si se producen, sin embargo, buenas experiencias en la escuela es por los encuentros contingentes que van más allá del sistema, son a su pesar. Son encuentros que no responden a las demandas y se orientan por el deseo decidido de cada uno, de educadores y de niños.

2.   De lo que se trata es de un certificado
Recientemente un director de una escuela me decía: … “De lo que se trata finalmente en la escuela es de otorgar un certificado”...  Para nosotros esto no es ninguna novedad. Pensamos que precisamente la escuela es sinónimo de evaluación. ¿Qué significa esto?
Que se rige por protocolos más o menos rígidos (el famoso currículum) que ponen a cada sujeto en una relación de medida con otros de su edad cronológica. Luego esta forma de medir es llevada a comparar  grupos de una misma escuela, luego entre escuelas y finalmente entre países. Es eso la evaluación, una medición de algo que nadie sabe muy bien que es. Jacques Lacan ya lo señalaba en el año 1969 cuando les decía a los universitarios:… “ustedes son unidades de medida”...
Hemos de decir que los evaluadores se engañan. Todo el sistema se sitúa en relación a una medida imposible de sostener. Engañan además a los evaluados y a los agentes de la evaluación (los educadores). La evaluación es el hueso del sistema y se convierte en el Amo incorpóreo para el cual todos trabajan, incluidos los niños.
Si la función de la escuela es, como nos recuerda este director, dar un certificado, nos preguntamos de forma ingenua entonces, ¿por qué se asiste a la escuela? ¿Por qué los niños y adolescentes pasan tantas horas, sentados, encerrados en un lugar?
Pensamos que la escuela es mucho más que un lugar donde se obtiene un certificado.  Permítanme la exageración, la escuela de hoy es una especie de “depósito – guardería” en el que se espera que los niños adquieran los famosos “valores de nuestra sociedad”, vehiculizado a través de las también famosas “tradiciones”, se adquiere una cultura no en el sentido de lo culto sino en el sentido del factor C, las particularidades de una sociedad, lo bueno y por supuesto lo malo y finalmente se ejerce cierto control sobre los niños y los adultos. A todo esto los educadores llaman: la socialización.
Por otro lado, la escuela es una inmensa maquinaria burocrática en la cual confluyen intereses varios: políticos (es uno de los campos privilegiado de intervención), sindicales,  de asociaciones de padres, es decir intereses corporativos, de manera que el foco no está puesto necesariamente en los niños.  Son demasiadas las veces que los niños son colocados en el lugar de un síntoma del disfuncionamiento de los centros escolares.
La escuela tal como la conocemos ha sido creada con un sentido universalizador. Un sitio en el que todos los niños aprendan y pasen el tiempo. Hubo un tiempo que las instituciones se creaban para eso. Para que los locos y los niños no estén en la calle.
Con un ideal del bien y que sea muy claro, que llegue a todo el mundo. Esto ha ido evolucionando y se ha ido sofisticando, sin embargo, siempre la lógica es la misma. Cada época establece  su ideal de escuela. Nosotros los psicoanalistas, estamos apercibidos que  todo ideal choca con un imposible. Sin embargo, los educadores y los que sostienen el discurso pedagógico en su afán por sostener ese ideal van proponiendo de manera cíclica reformas del sistema que pueden llevar al infinito.
El ideal de esta época es el de la inclusividad, una forma de llamar a la universalización, que incluye a otro significante, el de la diversidad. Ambas lógicas cuando son trasladadas a las escuelas, a la vida cotidiana,  ponen en evidencia que precisamente muchas veces en nombre de ese ideal, o de su rechazo, se promueve lo contrario, es decir la segregación, sin embargo esto queda reprimido en el discurso. En nuestra sociedad la escuela ayuda a establecer órdenes, y jerarquías. Consecuencia estructural de esto es que haya sujetos que se caen del sistema con los cuales no se sabe qué hacer. La segregación se da con los sujetos que no responden al orden establecido, los que producen ruido, los que interrumpen, los que se mueven, los que se salen de la norma, los que no se insertan, los que hacen un síntoma, en definitiva son todas formas de obstaculizar, de frenar la burocracia, lo cual resulta en general intolerable.

3.   La escuela es una fábrica
La queja más frecuente de los maestros es: … “no tengo tiempo, tengo mucho papeleo”... El tiempo de los maestros es el que establece el amo de la evaluación. En la escuela no se dedica tiempo a pensar ni a conversar. La burocracia impone objetivos que han de ser evaluables. Que la cosa funcione.
En la escuela se trabaja, no se juega, (ya vemos esto con niños de 3 años).                                                                                                  
En la escuela no se investiga, se repite.
En la escuela no se pregunta, no se cuestiona, se consiente.
                                           La escuela es una máquina de tratar todo por igual y de uniformizar: los saberes, la lectura, los cuerpos, la sexualidad, etc. El tiempo es un para todos igual, sin embargo el tiempo del sujeto, esto lo sabemos nosotros tiene su lógica particular.
La enseñanza actual influenciada en principios de gestión, tiene como principio la eficacia. Que nada quede al azar. Curriculums, objetivos, resultados, evaluación, todo está planificado de antemano. Sin embargo aprender no tiene que ver con eso. ¿Que se evalúa entonces?  Aunque no parezca, y haya gente que diga lo contrario, la escuela como sistema de jerarquización persigue evaluar al sujeto, no sus saberes. De manera que para la escuela, un niño con un ocho de nota es un niño 8 y un sujeto con un cuatro es un fracasado, y un sujeto que se sale del sistema es un fracasado escolar. La escuela al segregar en jerarquías produce nominaciones. Son muchos los niños y adolescentes que a través de sus respuestas sintomáticas aceptan mansamente su lugar en el sistema. Se produce un notable malestar que no es tratado y esto también afecta a los adultos, a los educadores que soportan lo indecible. La maquinaria funciona si cada uno acepta el lugar en el que es colocado y responde desde allí.
Frente a la idea de eficacia, F. Tonucci opone la “pedagogía del error”. El error, que no es una categoría en psicoanálisis, pero sí lo es en la educación,  es  la expresión irrepetible de lo que el niño lleva dentro, de los conceptos aprendidos y de aquellos no comprendidos,  la señal de su modo de pensar, de razonar, de arrojar conclusiones. El error es un índice de lo más singular de cada niño. Evidentemente esto no es funcional al modelo de la evaluación, ya que el error es la manera particular de cada uno de entender algo. Y no se puede poner medida a esto, ni compararlo con otros. Sin embargo, vistas así las cosas, el error en la escuela puede convertirse en una oportunidad.

4.   Conclusión:
Ante este panorama, los psicoanalistas tenemos un papel importante a jugar. Cada vez que somos convocados y lo hacemos de la buena manera se producen buenos encuentros. Con Freud nosotros estamos apercibidos de lo imposible de la educación. Aceptar este imposible nos permitirá introducir otra lógica  y poder tratar aquello que hace síntoma y sus efectos de angustia que invade las escuelas, de forma de promover una ética del buen decir. Dar lugar a la palabra, a la conversación, en tiempos que la escuela se ha vuelto más actuadora. Quitarle a la escuela consistencia en tiempos que más que nunca se aprenden cosas por fuera de ella. Mostrar a los educadores el poder de la transferencia. En definitiva tal como lo señala Jacques – Alain Miller insistir en la educación freudiana.







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