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martes, 22 de noviembre de 2011

MESA 9: El futuro ya está aquí.



II FORO: LO QUE LA EVALUACIÓN SILENCIA
 "Las Servidumbres Voluntarias"


MESA 9: El futuro ya está aquí. Coordina Rosa María Calvet

Ofréceme tu mano, pena mía, ven aquí
Laura Suárez
Etiénne de la Boétie y el enigma de las servidumbres voluntarias
Sonia Arribas
Criterios de evaluación: identidad y estructura social
Miguel Nieto
La revuelta de la subjetividad
Graciela Atencio
La gestión como proceso de intimidación (sin texto)
Juan Irigoyen
Insomnio
Anna Aromí




Laura Suárez González de Araújo. Licenciada en Políticas. Doctoranda en Filosofía y Psicoanálisis por la Universidad Complutense de Madrid
Ofréceme tu mano, pena mía, ven aquí


mientras que la gran masa de los viles mortales
del Placer bajo el látigo, ese verdugo impávido,
cosecha sinsabores en la fiesta servil,
Ofréceme tu mano, Pena mía, ven aquí.
“Recogimiento”
El título de mi intervención corresponde a un verso de Baudelaire tomado de su poema “Recogimiento,” publicado en Las Flores del Mal. Hubo algo de contingente y algo de necesario en su elección para esta Jornada. Lo contingente vino del hecho de un casual reencuentro con el libro del poeta francés, en uno de esos momentos en los que una decide quitarle un poco el polvo a su biblioteca (situaciones que más allá del engorro de la limpieza, contienen la emoción propia del que espera toparse con un viejo amigo al que se había perdido de vista). Lo necesario supuso la tremenda justicia que esas palabras me demostraron desde algo así como lo ineludible de su enunciación, una enunciación que era la mía propia y que buscaba la manera de articularse.
Con el “ofréceme tu mano, Pena mía, ven aquí”, podría parecer que lo que pretendo es un ensalzamiento de la pena o del dolor (en el francés original Baudelaire escribe Douleur). No es exactamente eso, sino más bien una suerte de “dignificación del penar” singular frente a la exaltación contemporánea del placer y del goce general de la que Lacan supo entrever sus engañifas más camufladas. Más concretamente, esta dignificación apunta a instalarse en lo concreto de lo que me pasa a mí, a un sujeto que siguiendo la tendencia general de la evaluación, es asignado a una serie de “rúbricas etiquetantes” que lo identifican como “joven” o “universitaria”. Es en este primer registro de la asignación que me toca, en el que me gustaría centrar algunos de los comentarios que he preparado para esta ocasión.
En el texto de presentación de este foro, se subrayaba como uno de los mecanismos evaluadores que atraviesan a los individuos, su permanente comparación con el grupo de referencia. Permítanme nombrar al grupo de referencia como “grupo de asignación”. Prefiero esta denominación porque muchas veces la comparación y el etiquetado a los que nos vemos sometidos por la lógica de la evaluación, no implica referencia alguna, es decir, no conlleva necesariamente una relación, en el sentido profundo del término, sino más bien una asignación, una atribución de una especie de “lote” de marcas que especifican al sujeto desparticularizándolo. Además, la asignación contiene algo de la imposición, de lo no decidido por el sujeto de la asignación, que precisamente se encuentra prisionero en ella (un poco al modo de la Moira griega, del “lote” que te tocaba como destino, sólo que en nuestro caso el “control de la vida” no viene ejercido por el capricho de unas veleidades mitológicas, sino por el desvarío ejecutado por el discurso evaluador). Respecto de la juventud, registro de la asignación del que brevemente voy a tratar, existe también un discurso evaluador que despliega sus lotes hasta imponer una exigencia de homogeneidad de sentido a los sujetos allí “asignados”. Tal exigencia de sentido homogéneo corrobora y refuerza el requerimiento contemporáneo del placer y la felicidad, pues éstos se presentan como los atributos por excelencia del sujeto precintado como joven. “Eres joven, tienes que salir y divertirte”. “Soy joven, tengo que salir y divertirme”. “Eres joven, goza”.“Soy joven, tengo que gozar”.
Sabemos que la lógica evaluadora contemporánea y el discurso del amo que la sostiene, ha dejado atrás su rostro feroz y terrible para acuñar una nueva mascarada más refinada, teñida de amabilidad y de sonrisa, y que tal torsión en los mecanismos de dominación externos ha venido acompañada por una flexión paralela de su aliado inconsciente, el superyó, volcado ahora en la imposición de goce. Pues bien, toda esta lógica de dicha impostada y apretada por la tenaza superyoica, parece extremarse para el sujeto “joven”, pues además de ofrecerse como connatural a su condición de tal, viene acompañada de una doble particularidad (que si bien no le es exclusiva, se presenta en él más acuciante): su decir y su exhibición. No sólo la obligación pasa por el hecho de salir, de divertirse o de gozar, sino que además reconoce la necesidad de decir el salir, decir el divertirse y decir el placer, y de esta manera, exhibirlo, ostentarlo y gritarlo, como si a falta de ello, pudiera escurrirse, perderse, o develarse como falso. Como si a falta de ello, el sujeto corriera el riesgo de quedar arrojado al abandono.
El acatamiento del sujeto a semejantes prácticas de asignación traduce una de las estrategias de lo que la evaluación silencia: su devenir auto-asignación. De la misma manera en la que la represión exterior se torna auto-represión inconsciente, la asignación externa evoluciona hasta la auto-asignación, y el control evaluador relativo al cumplimiento de los mandatos de placer y disfrute que “te tocan”, pasa a ser ejercido por el propio sujeto, hacia sí mismo y hacia “los de su condición”. Y es que en este caso, el control implica a su vez comparación, medida y ajuste con lo que hacen y dicen los otros, tus semejantes en el lote, tus compañeros de exhibición. Ciertamente el exhibir implica ya la presencia de alguien más allá de mi, de un alguien que además de poder participar desde sí en la exhibición, pueda dar cuenta de la mía. Y viceversa. Igual que la felicidad y el placer se postulan con un sentido unívoco y unilateral, su decir y su exhibición deben presentar las mismas condiciones. Puede resultar muy incómodo estar en una fiesta y ver que tus amigos están disfrutando como enanos y que tú no “das la talla” con tu disfrute, y al revés, puede resultar molesto salir de juerga y ver que algunos de tus amigos están apalancados hablando en una esquina. O peor aún, es casi inaceptable que alguien desestime una salida nocturna llena de promesas de exceso y diversión, por quedarse en casa solo con sus carencias. Con ello me parece que cuando la mímesis de asignación falla, o se desencaja, se produce algo de la turbulencia, y con ella, muchas veces, de la falta. El sujeto joven, auto-asignado a la lógica del exceso exhibido de satisfacción (de diversión, de alcohol, de drogas, de sexo), exige al otro y a sí mismo (es una exigencia circular) un “no estar en falta”, donde falta significa tanto infracción como ausencia en el registro de asignación colectiva. La infracción viene dada a su vez por otro tipo de falta, aquella que delata el abismo incolmable (e incalmable) de cada uno y que a toda costa hay que recubrir, que anestesiar, por uno mismo y por los otros, no se vaya a producir un contagio desencadenado de jóvenes “abismados”. La ausencia significa sencillamente no estar, no participar de la puesta en común del lote.
En fin, todo esto quedaría sin importancia si no fuera porque la “falta” pesa, impone un pesar muchas veces demasiado pesado para sostenerlo, y que hace que prefiramos reincorporarnos a la asignación del placer, aunque sea a contrapelo. La lógica de la asignación devenida auto-asignación debe pensarse entonces como una de las formas de la servidumbre voluntaria, expresión muy poco estimada por el sujeto del que estamos hablando y en el que yo misma quedo designada: joven. Frente a ello, frente a la lógica exhibicionista del placer adaptado, quisiera defender aquí la dignidad del recogimiento y de la pena para el sujeto joven (algo de lo que sin duda los psicoanalistas saben un rato). Y no hablo de recogimiento en el sentido del “estar a solas con el plus-de-goce”, (que no deja de ser una manera autista de quedarse en la autoasignación), sino en el sentido de un apartamiento temporal del lote y de sus sinsabores, de un reencontrarse con lo particular del penar que reposa bajo el artificio del goce, y que como tal, contiene todo lo fugitivo y lo profundo de la singularidad de cada uno.


Sonia Arribas. Investigadora ICREA. Prof. de la Universitat Pompeu Fabra
Étienne de la Boétie y el enigma de la servidumbre voluntaria

En el ensayo “De la amistad”, Montaigne evoca tristemente la prematura muerte de Étienne de la Boétie, y cómo su escrito “La servidumbre voluntaria”, un texto “jugoso y grato”, cayó en sus manos antes de haber conocido al autor. Fue el inicio de una amistad “entera y perfecta”, aunque breve. Su amigo, de carácter tranquilo y con aversión para con cualquier tipo de conmoción, tenía una máxima grabada en su corazón: ser buen ciudadano, obedecer y someterse religiosamente a las leyes bajo las cuales había nacido.
Montaigne y La Boétie compartieron un rasgo de carácter que seguramente selló su amistad: en sus escritos condenaron con fiereza las costumbres de sus conciudadanos, y en la vida pública mantuvieron un semblante de adhesión a esas costumbres que tan duramente criticaban con la pluma. Algo evidente en La Boétie, quien sólo quiso hacer circular el manuscrito de “La servidumbre voluntaria” entre allegados. Montaigne, por su parte, escribió en sus Ensayos que el sabio se retira de la multitud para juzgar las cosas con distancia, acatando en la vida pública las modas aceptadas.  
El texto de La Boétie es conocido sobre todo por su estilo vibrante y por la oda a la libertad y el rechazo a la autoridad que lo iluminan. ¿Cómo es posible –se pregunta- que si los hombres son por naturaleza libres y esencialmente iguales, luego en sociedad, convertidos en conciudadanos, no sólo permitan la tiranía, sino que día a día promuevan su propia sujeción?
De la Boétie escribe con perplejidad, a sabiendas de que esta pregunta es la más enigmática y seria con la que deba uno confrontarse. Y responde que la servidumbre voluntaria no es algo natural; resulta del efecto de la costumbre y los hábitos.
Los análisis de La Servidumbre Voluntaria podrían llevarse, salvando la distancia histórica, uno por uno a nuestro tiempo. Aparte de diseccionar entre distintos tipos de tiranos (los elegidos, los que usan la fuerza, y los que lo son por herencia dinástica), de la Boétie cataloga los símbolos y ornamentos, así como los usos del espectáculo y el entretenimiento, de los que se sirven los que ejercen la dominación para someter a los de abajo. Con estas distracciones los oprimidos se creen felizmente parte del mismo mundo que sus dominadores, inconscientes de que así simplemente les es devuelto, vía espectáculo, una ínfima parte de lo que les han quitado por otra parte.
Pero lo que me ha resultado más interesante del texto es lo que de la Boétie define como lo más secreto. La dominación se ejerce gracias a un entramado muy complejo de relaciones sociales. El tirano tiene un círculo de íntimos en su entorno que están conectados a su vez con otros que se mueven en varios círculos e instituciones más amplios, habiendo entre todos ellos relaciones de favor: lo que hoy llamaríamos “networking”, contactos. De las altas esferas, hasta abajo.
De un modo subterráneo, imperceptible para el que lo mira desde fuera, a modo de sectas, complicidades entrecruzadas y corrupciones a pequeña escala, los lobbies interactúan y se mueven en círculos de poder por el que cada uno de sus miembros cede algo a cambio de recibir otra cosa. Uno se deja dominar y sufre, a cambio de dominar a otros cuantos, en revancha. O acepta ser humillado cruelmente con la esperanza de poder humillar a otros algún día. O se sacrifica de un modo vil con la vista puesta en sacar beneficio de otros que también se sacrificarán. Es así, en este juego de alianzas, influencias y estrategias, coloreadas todas por el sometimiento y la dominación, por sujetos que se dividen hacia arriba y hacia abajo, que se sostiene y reproduce la maquinaria social de las servidumbres voluntarias. Unos obtendrán mayor beneficio que otros, unos estarán más expuestos al castigo que otros, unos se enriquecerán más que otros, unos serán más corruptos que otros, pero todos pasan por el tamiz de una servidumbre voluntaria querida y aceptada.
La servidumbre voluntaria se explica, pues, socialmente. A ojos de la Boétie -el gran defensor de la libertad- la dominación y el poder se ejercen en multitud de círculos sectarios de pequeñas influencias, obediencias y servilismos. Una crítica a esta servidumbre voluntaria no puede más que desnaturalizarla, es decir, describirla en detalle, apuntando a la implicación subjetiva y la docilidad del que forma parte en ella por medio de la costumbre.
De la Boétie desnaturalizó radicalmente la servidumbre voluntaria dejándose someter en silencio y en la práctica a las leyes y costumbres del país donde habitó (Francia), apoyando al rey como Montaigne, y viviendo por consiguiente -aunque por poco tiempo, pues murió muy joven, a los 33 años- en una de estas redes de poder y servilismo que con tanta crudeza describió. Fue su único escrito de filosofía política.
Se imaginó a sí mismo fuera de este sometimiento, realizando el ser esencial y la inteligencia superior del ser humano, nostálgicamente añorando un pasado (la república platónica y especialmente la antigua Roma) que sirviera como modelo con el que medir el presente. Su sueño colectivo, su ideal, fue el de una humanidad que conversara sin coerciones y se comunicase abiertamente sus pensamientos y voluntades. Un mundo en el que los privilegiados ayudaran a los menos afortunados como si fueran compañeros de una asociación libre, y en el que se educara a los niños en libertad.


Miguel Nieto. Licenciado en Sociología  
Criterios de evaluación: Educación, identidades evaluadas.

Mí interés personal para pensar y tratar de comprender la evaluación moderna parte, en primer lugar, de mi experiencia como estudiante. Para mí ser evaluado siempre ha conllevado tensión, temor, agobio, bloqueo, sentimiento de culpabilidad por no haber estudiado suficiente, etcétera. Algo que es compartido por muchas personas. Sin embargo, los resultados de la evaluación son consentidos cuando tienen apariencia de un resultado satisfactorio y es por lo que llegamos a decir que todo ese sacrificio ha merecido la pena.
La evaluación que otra persona hace de uno te coloca en la posición de compararte contigo mismo, que no es otra cosa que compararte con el resultado de dicho procedimiento. Nos debemos preguntar si ese resultado nos puede representar. La evaluación provoca una situación de continua especulación con nuestra propia persona.
También nos comparamos con los demás. La homogenización a través de una misma prueba en la que ocupamos distintas posiciones en una escala de valor como resultado lo hace posible. Sin embargo, realmente nos estamos comparando con nosotros mismos, el “otro” es un “otro yo”, un “alter ego”, un espejo en el cual nos reflejamos. Porque acaba con la pluralidad y nos hace a todos equivalentes, por tanto intercambiables.
Mi experiencia siempre me ha manifestado la arbitrariedad de todas esas evaluaciones. No entender, por ejemplo, cómo es posible haber pasado por la educación primaria, secundaria y universitaria con una sensación de haber aprendido bien poco, en muchos casos nada, en cambio, haber sido acreditado con todos esos títulos que supuestamente garantizan mi aprendizaje y dicen quién soy.
También, como manifestación de esta arbitrariedad, está la experiencia de compañeros que a lo largo de su trayectoria educativa eran calificados como incompetentes, por tanto alejados, o en el mejor de los casos prorrogados, de los privilegios a los que se accede a través de los certificados y las titulaciones académicas. Paradójicamente, la experiencia de muchos de ellos demuestra que no eran incapaces, llegando a desempeñar todo tipo de profesiones. Esta situación pone claramente de manifiesto que no podemos hablar de una conexión causal entre éxito académico y capacitación profesional.
Desafortunadamente, también existe la experiencia de otros que se creyeron e identificaron con aquella evaluación que les era impuesta desde fuera y quedaban estigmatizados con una marca de la cual es muy difícil desprenderse a lo largo de la vida y del desempeño de cualquier actividad con una sensación de impotencia continua, de no alcanzar como personas.
Trato de dar cuenta de la arbitrariedad o más bien de la imposibilidad, de una valoración objetiva e imparcial bajo unas prescripciones legales y una concepción ilustrada de la educación. Bajo unos criterios de evaluación que no producen otra cosa que identificaciones, como si de una rueda de reconocimiento se tratará.
En mi propia experiencia de investigación sobre la evaluación más que innovar, he procurado plantear el eterno desencuentro entre la ley educativa en materia de evaluación y la vivencia de los centros escolares.
Empiezo por lo diferente que es percibido el hecho de la evaluación, dependiendo de tu papel como estudiante o profesor. Mi propio cambio durante las prácticas como profesor en un Instituto de Educación Secundaria y Bachillerato y,  pasar de ser evaluado a ser evaluador, me ha llevado a hacer la reflexión, de cómo es posible que ante un mismo hecho existan interpretaciones tan distintas y excluyentes. Según lo entiendo, esto solo puede significar que juzgamos dependiendo de como nos vaya, o dicho más filosóficamente dependiendo de los estados del alma. Es decir, que la evaluación será vista como algo positivo o negativo en función de si me beneficia o me perjudica. Esto puede ser análogo a la concepción que tenemos del gobierno y de la ley. Sin embargo, pensando de esta manera, no damos cuenta de qué es en realidad la evaluación, el gobierno o la ley.
Por todo esto, no me he embarcado en la discusión por un lado entre fórmulas de evaluación tradicionales/autoritarias, caracterizadas por métodos técnicos de medición, que sirven para seleccionar y clasificar, como control y regulación; y por el otro lado formulas más modernas que promueven modelos más democráticos y participativos, que se representan con una intención formativa y orientadora de la enseñanza y el aprendizaje. Esto es porque entiendo que, se las adjetive como se las adjetive, siempre conllevan una función categorizadora, discriminatoria y de administración del privilegio, algo que nunca está en cuestión. Ambas posturas asumen el “deber ser” de la ley, el ideal de ciudadano que la educación ha de conseguir de sus estudiantes. La elección de los medios para la evaluación está determinada, por el fin o resultado reflejado en la ley. Casi parece, que estuviéramos hablando de la fabricación ciudadanos, del soberano moderno a manos de las instrucciones de la ley.
Se produce la paradoja entre si es el profesor el que evalúa o es la ley. Lo mismo ocurre en el ámbito jurídico, en el cual los jueces dicen acatar y hacer cumplir la ley, pero a su vez son ellos siempre los que la interpretan.
Como decía anteriormente, es imposible una evaluación o un juicio imparcial y objetivo cuando se es juez y parte al mismo tiempo. Por ello se introducen los criterios de evaluación y la ley, y son presentados como necesarios, como justificación de una objetividad, como garantía de una justicia por adelantado, produciendo la imposibilidad de distinguir entre medios y fines, entre evaluación y educación. Diríamos entonces que la evaluación y la ley educan.
La escuela es uno de los primeros lugares donde aprendemos a obedecer, donde se aprenden las reglas que tratan de garantizar la convivencia, donde se aprende a servir de forma voluntaria, donde aprendemos a consentir.
¿Cómo es posible que digamos voluntaria? Es difícil que la evaluación y sus elementos coercitivos no se comprendan como una imposición externa, ante la fragilidad y la inocencia de unos escolares, que son maleados desde muy temprana edad a imagen y semejanza de unos valores educativos y sociales instaurados desde ley,  sobre los cuales tienen muy poco o nada, que decir o hacer.
Se puede hablar de voluntaria en cuanto que nace de un engaño que es creído por los beneficios que aporta. La consideración tradicional de la evaluación como premio y como castigo, es insoportable, y necesita ser transformada en la obtención de méritos,  sin los cuales la voluntad no consentiría. El autoengaño consiste en hacer creer que todos comulgamos con esas regla, por lo que si lo hacemos todos, se acaba convirtiendo la mentira en verdad. Se participa de asumir el premio y el castigo en forma de credenciales, como algo útil, como lo que nos proporciona las habilidades para la vida en sociedad, como sucedáneo de la libertad. La superación de pruebas y la acumulación de conocimiento, como ritual, nos hace libres. Se identifican en este momento utilidad y justicia, dándose prioridad a la utilidad, y no a lo que de útil puede tener la justicia, que sería más apropiado.
Esta circunstancia solo ha podido generarse como un problema occidental y moderno, como decía Albert Camus, en su texto “El hombre rebelde”. Es a partir de la Ilustración y el inicio de la sociedad gobernada por el conocimiento y la educación que se establece la sistematicidad de la administración del privilegio. Aparece la figura del experto, como productor de verdad, por tanto de gobierno. ¿O cómo no consentir y seguir las indicaciones del médico cuando te pone ante la vida y la muerte? ¿O cómo no consentir con los juicios valorativos del profesor que nos pone constantemente entre el éxito y el fracaso a sus alumnos? ¿Qué posibilidad de libertad y de elección hay ante tales constricciones?
Hemos interiorizado y admitido la mentira de someternos a la ley, como un menor mal, con el fin de evitar el mal radical, pero se ha establecido el mal como sistemático, como necesario, para justificar todo tipo de imposiciones.
En el plano educativo y político, consentimos, obedecemos, como forma de mandar en algún momento, por la adquisición de méritos que nos aporten crédito social, que nos saque de la situación de desventaja, para transformarlas en ventajas. Es la constante carrera especulativa con uno mismo de no ser excluido, de aspirar a estar dentro y ser reconocido.
De ahí que se entienda la sumisión a la evaluación como un mal necesario, pensamos que por cómo hemos definido nuestra naturaleza, como salvajes que necesitan ser educados y evaluados, lo poco que de educación podría haber queda en manos de la necesidad de un juez, de un tercero, el de la ley, como domesticación.

‘…el instinto de sumisión, ardiente deseo de obedecer y de ser dominado por un hombre fuerte es por lo menos tan prominente en la psicología humana como el deseo de poder y, políticamente, resulta quizá más relevante. El antiguo adagio “Cuán apto es para mandar quien puede también obedecer”, (…)  puede denotar una verdad psicológica: la de que la voluntad de poder y la voluntad de sumisión se hallan interconectadas. La” pronta sumisión a la tiranía”, (…) no está en manera alguna siempre causada por una “extrema pasividad”. Recíprocamente, una fuerte aversión a obedecer viene acompañada por una aversión igualmente fuerte a dominar y mandar’. Hannah Arendt, “Sobre la Violencia”.



Graciela Atencio. Periodista
La revuelta de la subjetividad

No tardaron en encontrarse. Reclamaban algo más que “democracia real ya”, una revolución ética y dejar de ser considerados mercancías en lugar de ciudadanos. La noche del domingo 15 de mayo acamparon en el kilómetro cero de Madrid alrededor de 50 personas, la mayoría jóvenes. El lunes 16 eran más de 150. Varios de ellos me dijeron: “Estar aquí consiste en mantenerte despierto, no quedarte quieto”. La policía desalojó la plaza a las cinco y media de la mañana del martes. Ninguno de los grandes medios de comunicación respondió a los llamados de alerta por parte de quienes estábamos allí. Un chico comentó: “hoy van a venir miles, estamos en las redes sociales y de ahí no nos van a poder echar”.
Desde la primera noche vislumbré una conexión emocional e inconsciente en el grupo, como si cada quien se hubiera convocado a sí mismo para asistir a un despertar colectivo y estuviera dispuesto a convivir en una nueva fraternidad. Sin banderas, sin fronteras, sin partidos políticos, sin dinero, sin líderes, sin violencia. La desobediencia civil moduló el clima festivo con un “no nos vamos”  y un “no les votes” coral, apuntalado por aquel emblema de Kate Millett, “lo personal es político”. La revolución, al menos ésta, es de adentro hacia afuera y exige lo que apareció en su máxima expresión durante estas semanas, la revuelta de la subjetividad.
De repente cobró protagonismo el lenguaje. Fluyó un murmullo trepidante, afectuoso, alegre. La plaza se colmó de una rara algarabía el martes 18 que duró al menos hasta el domingo de las elecciones. Más de 100 mil personas peregrinaron por Sol-ución, las asambleas fueron también confesionarios públicos, grupos de autoayuda, muchos cambiaban su mundo un ratito. La democracia se volvió participativa, la cooperación un estímulo, la solidaridad, una caricia, la creatividad un goce.
Las redes sociales inspiraron a más de 600 acampadas en el resto del planeta. Originales y espontáneas formas de movilización nacen en el mundo virtual, horizontales, sin derecho de propiedad ni de autor. La plaza global virtual presenta a la democracia 2.0 y como bien señala Manuel Castells, la autocomunicación de masas se constituye como un auténtico contrapoder.
La evaluación no puede medir las dimensiones del colapso, lo impensable, las nuevas preguntas, el abandono de nuestros sistemas de representación convencionales. No puede calcular lo que se propuso por consenso en una de las asambleas de la comisión de economía: “la felicidad interna bruta”. La evaluación no nos prepara para ejercer la espontaneidad ni para vivir en eso que reclama un cartel de Sol: “Queremos amorcracia”. La evaluación silencia el placer que te embriaga ante el conocimiento de ese mundo nuevo. Silencia la belleza de lo que se desvanece, el fin de una era tiene su encanto y nos duele desprendernos de aquello que nos hizo doctos dentro de una racionalidad limitada. Asistimos a un renacimiento virtual, quizá el cultivo de otro jardín ilustrado, basado antes que nada en “compartir” -un verbo básico en la biología evolutiva, como mamíferos sino compartimos nos morimos- y en la inteligencia colectiva: proyectos que antes se llevaban a cabo en cientos de años ahora se gestan en instantes más cortos. Decía Marshall McLuhan que nos podemos convertir en aquello que contemplamos. Vaya que sí.
Fuera de la plaza seguimos sosteniendo con inmoral ahínco al monstruo. Nosotros somos una parte del monstruo. Pero resulta que el monstruo tambalea.
Es cierto, se trata de un momento de perplejidad y no sabemos si va a durar. ¿Seremos capaces de tumbar al monstruo? ¿Afrontaremos las nuevas preguntas? ¿Nos entrenaremos para ser sorprendidos? ¿Ejerceremos la ciudadanía desde el cartel del “Deseo, luego existo” en la república independiente de mi subjetividad? No hay que empezar de nuevo, hay que vaciarnos por dentro, sino: ¿cómo desmantelar el consumo compulsivo y la acumulación de objetos? ¿Cómo desterrar la usura? ¿Cómo dejar de ser esclavos? Dice un gran cartel: “No somos antisistema, el sistema es anti-nosotros”. Mientras tanto suena en el imaginario una especie de mantra o salmo, un antídoto del sistema, no sale de la era de acuario sino de eso que nos trajo hasta aquí y que nos permitió construir la asamblea de la humanidad.

La pulsión de vida se asoma: cambiar ya. Lo pide otro cartel en un rincón de Sol: “Ahora es siempre todavía”. El poema de Antonio Machado sostiene una última conjetura:

Hoy he dejado de ser aquel que fui,
mañana,
mañana será otro día.

Ayer es historia, el mañana no existe, solo el hoy es eterno.


Anna Aromí. Psicoanalista. Licenciada en Filosofía y Letras (Sección Ciencias de la Educación). Docente de Sección Clínica de Barcelona ICF. (Barcelona)
Insonmio

Quiero hablarles de los indignados. Este es el nombre que los medios de comunicación han dado a los participantes en el movimiento del 15-M. Esos ciudadanos que han tenido el mérito, no menor, de devolver el uso y la memoria a las plazas de este país, recordándoles que no por casualidad nacieron ágora, foro, plaza del pueblo.
Pero no solo esto, estos ciudadanos han logrado también vivificar a esa famosa y tan maltratada “memoria histórica”, a partir de situarse en ella, en la historia. Y lo han hecho convocados por un malestar, por un imposible de soportar, que han sabido elevar a la categoría de síntoma.
 Hablando hace un momento con Amador Fernández-Sabater, decíamos que el movimiento del 15-M había tenido el efecto de una chispa que conecta. No ha sido un despertar en el sentido de que antes estuvieran dormidos, pero sí estaban desconectados y el acontecimiento ha tenido efectos de conexión.
A los indignados los medios les han dado ese nombre a partir de un libro. A ellos que, supuestamente según esos mismos medios, no leen. Me refiero al libro de Stephan Hessel “¡Indignaros!”. Se ha dicho que ese libro es un panfleto, a mí también en parte me lo parece, pero a pesar de eso –porque las cosas no son planas- creo que ha tenido la virtud de plantar un significante que ha mirado directamente a la cara de mucha gente. El “indignaros” ha funcionado como una pregunta, como una interpretación: Che vuoi?, ¿qué quieres?
Una pregunta es, sobre todo, algo que se lee. Tiene la virtud transformadora de la lectura. Y es lo que hacen ahora estos ciudadanos: leer y leerse en la actualidad de lo que pasa. Y esto, venga lo que venga después, ya ha cambiado las cosas. Lo que importa no es solo cómo se alargará el movimiento, lo que cuenta es lo que ya ha dejado: ahora se sabe que se pueden abrir puertas y ventanas en ese muro que el sistema presenta como una pantalla cerrada y eterna.
Así se ha visto que la indignación está preñada de dignidad, con ella los jóvenes se han sacudido de encima los prejuicios, las etiquetas (no se interesan, no leen, se despreocupan…). Y se ha podido ver que la dignidad y la autoestima no son para nada lo mismo.
La autoestima es la servidumbre voluntaria del yo. Es Narciso ahogándose en su estima de sí.
La autoestima es la servidumbre voluntaria del yo porque es la petrificación del deseo, que implica siempre a los otros. La autoestima es la propaganda del “ande yo caliente”, la promoción del goce masturbatorio más idiota. Este es el núcleo de la autoevaluación. Y por esto la evaluación mata. Mata lo más singular de cada uno, mata lo vivo: desde poblaciones tomadas como cobayas por la industria farmacéutica hasta la deforestación del Amazonas. Y todo esto avanzará impunemente mientras los ciudadanos duerman despiertos.
Por esto los indignados han dicho “si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir”, porque han visto que el sistema quiere que todos durmamos sin sueños.
Para terminar esta pequeña intervención quiero dedicar un recuerdo a Jorge Semprún. Quiero recordar su intervención en Buchenwald, la última vez que habló allí, en abril de 2010. Terminó enviando un saludo fraternal al chaval de 22 años que él había sido, luchando toda su vida, siempre contra viento y marea, para que no le destruyeran sus ilusiones, sus sueños.
Los psicoanalistas también tenemos nuestros sueños, como es querer llevar al psicoanálisis a las puertas del siglo XXII
Por eso hay que decir: No. ¡No a los ladrones de sueños!
 




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